Poesia



Poema de cumpleaños


Porque cumpliste años, Bien-Amada, y el ala del tiempo rozó tus negros cabellos, y porque tus grandes y tranquilos ojos miraron por un instante el Norte inescrutable...
Quisiera darte, además de los besos y las rosas, todo lo que nunca entregó un hombre a su Amada, yo que tan poco puedo ofrecerte. Quisiera darte, por ejemplo, el momento en que nací, señalado por la fatalidad de tu llegada. Verías en mí entonces, en la transparencia de mi pecho, la sombra de tu forma anterior a ti misma.
Quisiera darte también el mar en que nadé cuando niño, el tranquilo mar de aquella isla en que me perdía y sumergía y de donde traje la forma elemental de todo lo que existe en el espacio: estrellas muertas, meteoritos sumergidos, el plancton de las galaxias, la placenta del Infinito.
Y más aún, quisiera darte mis enloquecidas carreras sin ton ni son, por cierto que en premonitoria búsqueda de tus brazos, y la voluntad de escalar hacia lo alto y trasponer todo lo prohibido, y los elásticos saltos danzarines para alcanzar hojas, aves, estrellas, y a ti, luminosa Lucina que derramabas claridad en mi infancia.
Ah, si pudiese darte mi primer miedo y mi primer coraje; mi primer miedo a las tinieblas y mi primer coraje al enfrentarlas, y el primer escalofrío sentido al ser tocado ligeramente por la invisible mano de la Muerte.
Y qué no daría yo para ofrecerte el instante en que, yacente y solo en el mundo, en tanto entonaba sus oraciones el canto litúrgico de la noche, vi emerger tu forma de mi flanco y esforzarse, inmensa ondina jadeante, para desprenderse de mí; y yo te parí gritando en medio de temporales desencadenados, roto e inmundo del polvo de la tierra.
Me gustaría darte, Enamorada, aquella madrugada en que, por primera vez, las blancas moléculas del papel se dilataron delante de mí ante el misterio de la poesía incorporada súbitamente; y ofrecértela con todo lo que en ella había de silencioso e inefable: el pasmo de las estrellas, el mudo asombro de las casas, el místico murmullo de los árboles tocándose bajo la Luna.
Y también el momento anterior a tu llegada cuando, esperándote, te recordé adolescente en aquella misma ciudad en que te reencontraría años después; y la certidumbre que tuve, al mirarte, de la insigne fatalidad de nuestro encuentro, y de que yo estaba, de un solo golpe, perdido y a salvo.
Sobre todo quisiera darte, mi Amada, el instante de mi muerte; y que él fuese también el instante de tu muerte, de modo que ambos, separados por tanto tiempo en vida, viviésemos en nuestra muerte una sola eternidad; y que nuestros cuerpos fuesen embalsamados y sepultados juntos y sobre la tierra; y todos aquellos que todavía se amarán puedan ir a mirarnos en nuestro último lecho; y que sobre nuestra lápida común yaciera la estatua de un hombre pariendo a una mujer de su flanco; y que en ella hubiese apenas, como epitafio, estos versos finales de una canción que te dediqué:
"...-duerme, que así
dormirás un día
en mi poesía
con un sueño sin fin..."



Vinicius de Moraes 


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Walt Whitman. Canto a mi mismo


. Me celebro y me canto a mí mismo.
Y lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti,
porque lo que yo tengo lo tienes tú
y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también.

Vago... e invito a vagar a mi alma.
Vago y me tumbo a mi antojo sobre la tierra
para ver cómo crece la hierba del estío.
Mi lengua y cada molécula de mi sangre nacieron aquí,
de esta tierra y de estos vientos.
Me engendraron padres que nacieron aquí,
de padres que engendraron otros padres que nacieron aquí,
de padres hijos de esta tierra y de estos vientos también.

Tengo treinta y siete años. Mi salud es perfecta.
Y con mi aliento puro
comienzo a cantar hoy
y no terminaré mi canto hasta que muera.
Que se callen ahora las escuelas y los credos.
Atrás. A su sitio.
Sé cuál es su misión y no la olvidaré;
que nadie la olvide.
Pero ahora yo ofrezco mi pecho lo mismo al bien que al mal,
dejo hablar a todos sin restricción,
y abro de para en par las puertas a la energía original de la naturaleza
desenfrenada.

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