Por qué se enamoran los tontos (y todos los demás)
Lugar
común de la industria cultural -de Hollywood a la canción melódica-, el amor
cayó en el descrédito discursivo. Ensayos recientes plantean su complejidad,
lejos de lo banal. Aquí, un análisis de sus significados, desde la Academia a
la cumbia, opiniones, los mejores poemas de la literatura universal y un
artículo de Manuel Cruz, que sostiene que no se puede igualar amor y felicidad.
POR MARCOS
MAYER
Si
comienzo por el amor/ Es que –por más que lo nieguen, /El amor es para todos/
Lo más grande de la vida.” La cita es de Charles
Baudelaire y funciona como epígrafe al prólogo de El amor Lacan ,
del psicoanalista francés Jean Allouch, recientemente editado por El cuenco de
Plata. En general, se elige para encabezar un libro un texto que se destaque
por su peculiar belleza o porque da ciertos indicios de la línea que se ha de
seguir. La estrofa, sin embargo, dista de lo que uno podría esperar del
espíritu de ruptura y de la frecuentación de paraísos artificiales tan
habituales en el autor de Las flores del mal . Más bien parecería una
comprobación del mayor sentido común, lo que, al menos en este caso, no la
vuelve discutible. No hay manera de poner en duda el carácter irreemplazable y
fundamental del amor en la vida de la mayoría de las personas.
Aún
así, o tal vez por esa misma razón, la misma palabra amor, su uso y también su
abuso, su presencia de la palabra en las producciones culturales tendió a
ralearse con el paso del tiempo. El amor pasó a formar parte del arsenal de lo
cursi. Basta con recordar aquello que pronuncia un personaje de Love Story
(1970): “Amar es nunca tener que decir perdón”. La frase tuvo un inmediato
destino de parodia: Ryan O’Neal, protagonista de la versión fílmica del libro
de Erich Segal, la considera una idiotez en Qué pasa doctor , de Peter
Bogdanovich, filmada apenas dos años después. Entre nosotros, la cita mutó, revista
Satiricón mediante, a “Ser gorila es nunca tener que decir Perón”.
Pese a
ese descrédito discursivo, han comenzado a circular una serie de libros
titulados como para quede claro que es una palabra a recuperar o, al menos, a
no evitar. A la obra ya citada de Allouch, pueden agregarse Elogio del amor ,
una serie de diálogos entre el filósofo Alain Badiou y el periodista Nicolas
Truong, y dos libros más que aparecerán el año próximo: Los filósofos y el amor
, de Aude Lancelin y Marie Lemonnier, que saldrá con el sello de El Ateneo y
¿Qué quiere decir amar?
, un
texto autobiográfico de Mathieu Lindon, hijo del director de Minuit, que
editará Capital Intelectual. Sin contar la edición de las notas preliminares de
un clásico de Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso (Paidós). A
esto deben sumarse dos recientes reediciones en torno al romanticismo alemán
(cuyas concepciones sobre la pasión, siguen impregnando los actuales discursos
acerca del amor): El absoluto literario , Philippe Lacoue-Labarthe y Jean-Luc
Nancy; y Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán , de Rüdiger Safranski
(Tusquets). Recientemente, Le Nouvel Observateur publicó un dossier titulado
“La batalla de la felicidad”, y dentro de la góndola de los placeres se incluyó
un artículo filosófico acerca del amor.
Lo que
la mayoría de estos textos comparten es la necesidad de una recuperación del
amor por fuera del circuito de la banalidad a la que supuestamente lo sometió
la industria de la cultura. Ya era la posición de Barthes, en los Fragmentos
que escribió en 1977: “El discurso amoroso es hoy de una extrema soledad. Es un
discurso tal vez hablado por miles de personas (¿quién lo sabe?) pero al que
nadie sostiene (…) separado no solamente del poder sino también de sus
mecanismos (ciencias, conocimientos, artes).” La soledad del amor –y sobre todo
de la reflexión acerca de él– ante las nuevas configuraciones sociales parece
ser una especie de lugar común que, aunque no sea nuevo, empieza a recobrar
fuerzas: “La filosofía del amor es un territorio para volver a recorrer, e
incluso a defender urgentemente. Hay en esto una resistencia posible al
nihilismo ambiente que parece haber encontrado con la reducción de la
sexualidad a un libertinaje mórbido su arma definitiva. (...) el amor se opone a
la lógica del mercado.” Es lo que sostienen Lancelin y Lemonier e invocan en
auxilio de esta renovada causa las teorizaciones de Platón, Schopenhauer,
Kierkegaard y la pareja Sartre-Beauvoir, entre otros.
Elogio
del amor es un texto que vuelve accesibles muchas de las posiciones al respecto
que Badiou fue desplegando a lo largo de su obra. Lo que queda claro es que el
amor es un refugio contra tiempos que imponen una creciente despersonalización
de los vínculos. El primer blanco del diálogo es el planteo de que deben
evitarse los riesgos en la relación amorosa que venden los sitios de citas y
que se corresponden con una necesidad cada vez mayor de protección en todos los
ámbitos, desde el ejercicio del capitalismo hasta los nuevos modos de la guerra
en la que se combate por medio de computadoras. La segunda oposición proviene
de aquellos que niegan toda importancia al amor, considerándolo una variante
del hedonismo –como demostraría la perspectiva elegida por Le Nouvel
Observateur. Por lo tanto, rescatarlo es una tarea que pone en juego una idea
del hombre pleno, al que la sociedad no pueda cercenarle ni su libertad ni sus
potencialidades, en nombre de una supuesta exención del sufrimiento.
Badiou
propone una primera definición: “El amor es una construcción de verdad”, es
decir que permite acceder al mundo no desde la perspectiva de la identidad sino
de la diferencia. Este punto se desarrollará a todo lo largo del texto y en
algún momento entrará en polémica con el hoy rescatado Emmanuel Levinas.
Explica Mario Lipsitz, profesor de filosofía contemporánea en la Universidad de
General Sarmiento: “Eros es una relación irreversible, asimétrica, entre dos
libertades que no se puede comprender en términos de reciprocidad (el infinito
que separa a los amantes lo prohíbe; la reciprocidad requeriría al menos de un
fondo común a ambos.). La reciprocidad es cosa de ontología, no del Eros, al
menos según Levinas”.
El
efecto Casablanca
Elogio
del amor es también el título de una película de Jean-Luc
Godard, filmada en 2001 y estrenada en la Argentina dos años después, con mucho
más éxito de crítica que de público. El filme recorre dos espacios temáticos,
por un lado el amor, por el otro una serie de situaciones aparentemente
distantes del tema como el cine de Hollywood, la Segunda Guerra o la
Resistencia. Una de las frases que se escucha allí contiene la clave: “Como no
tienen su propia historia, quieren comprar una”. El amor, por eso se lo elogia,
hace que cada historia, cuando la pasión es auténtica, no puede ser transferida
a otros. El amor nos hace individuos, nos otorga subjetividad, mantiene una
diferencia irreductible, al mismo tiempo que nos une a alguien, según el
planteo de Badiou.
Seguramente
Godard no se habría conformado con la crítica del cine norteamericano encallado
hoy en el género repetitivo de la comedia romántica, obligada por definición al
final feliz, ese cuyo ejemplo más perfecto sigue siendo Mujer bonita (1990),
dirigida por Garry Marshall. En esa versión posmoderna del mito de Cenicienta,
las diferencias sociales ya no son un obstáculo a enfrentar sino lo que debe
hacerse es negarlas y eludirlas. En ese sentido, no deja de ser sintomática la
debilidad reciente de Hollywood por adaptar las novelas de Jane Austen. La
autora inglesa propone una versión del amor, apaciguada pero tenaz, confiado en
sí mismo, que cree que las convenciones sociales y las dificultades pueden ser
domesticadas en función del cumplimiento de la inevitable ley del encuentro de
los amantes. Lo que las películas dejan de lado es la mirada irónica de esas
historias cuando habitan la forma novela.
El
rechazo de Godard abarcaría también al viejo melodrama, cuyo mayor exponente a
la hora de hablar de amor es Casablanca , estrenada hace exactamente 50 años y
que en octubre se repondrá en los cines del país. Con el paso del tiempo, la
película se fue instalando como el modelo romántico por excelencia, a pesar de
ir a contramano de la idea de que nada existe por encima del amor. En este
caso, las necesidades patrióticas pueden más que el romance. Sin embargo, la
película insiste en que el amor es un horizonte posible, las renuncias son
siempre provisorias. París –la ciudad soñada como encuentro– será una realidad
cuando la paz esté hecha. Pero Rick ha decidido que lo mejor que puede hacer
por su amada es fingir que la olvida. Darle libertad. Ese doble juego del amor
derrotado y aún en estado de esperanza es probablemente el secreto de la
perdurabilidad del filme. Siguió siendo, sobre todo para los hombres, una
enseñanza de cómo ser dolorosamente heroicos en el territorio de lo privado.
En
cualquiera de estos casos, el amor no es para todos. Quedarían afuera, las
personas convencionales, los egoístas, los timoratos. Hay una versión elitista
del amor (sería aquello que diferencia a los elegidos por Cupido del resto de
las personas) y otra que supone que es algo que les toca a todos. Hay una
canción bastante elemental de los 60, rescatada por Joni Mitchell, que se
pregunta “por qué se enamoran los tontos”, donde se hace visible esta doble
concepción. Se acepta que el amor es para todos, pero no se entiende cómo es
esto posible. La otra versión es el “ amour fou ”, teoría creada por los
surrealistas según la cual los amantes habrán siempre de encontrarse, una
teoría de la que Cortázar abusará en Rayuela . La Maga, finalmente, es la
sacerdotisa de ese amor, que por el hecho de abolir todas las reglas, siempre
se realiza.
En el
mundo de la canción –que ha ido monopolizando con el tiempo el discurso
amoroso– pueden distinguirse dos perspectivas, que son ante todo tendencias no
definitivamente claras ni cristalizadas. En las zonas más marginales, o menos
prestigiosas, sigue vigente la vieja retórica amorosa por la cual los
sentimientos se expresan de manera directa y casi siempre sin metáforas
elaboradas. Es el caso de la cumbia, donde abundan los “te amo”, “te extraño”,
“sos mi vida” y de vez en cuando aparece una “ventanita del amor”. Donde el
ritual casi rutinario del amor se reinicia una y otra vez. Se ama todas las
veces que la vida lo permita. En cierto sentido, esto se vincula con lo que
plantea el antropólogo e investigador del Conicet Pablo Semán: “Lo que se pone
cada vez más en cuestión es la idea de que el amor es para siempre, y eso se
vive sin dramas”.
Ciertas
producciones del rock apuntan a verdades más generales, como Fito Páez (un
cantautor al que le gustan las definiciones –por ejemplo, “el tiempo, filosa
daga”; “la vida es una moneda”) que sostiene que “nadie puede y nadie debe
vivir sin amor”, o Calamaro, que, más nihilista, plantea que “no se puede vivir
del amor”. Por otra parte, hay una zona de la canción popular que ha ido
derivando a lo que se podría denominar una lírica de la autoayuda. En este
rubro descuellan Diego Torres y Alejandro Lerner, pero no son los únicos que se
dedican a componer letras que enseñen a sus oyentes y seguidores cómo manejarse
en la vida y no morir en el intento. Como si desde esta perspectiva, la
temática del amor estuviese agotada o quedara relegada a ser un capítulo
importante de algo más abarcador y que, a falta de mejor nombre, podría
llamarse “el arte de vivir”. No es el único desplazamiento. En la llamada
canción melódica hay un diferente lugar para el cuerpo. Sandro proponía en sus
letras que el cuerpo femenino era una caja de resonancia de todo lo que agitaba
en su interior, incluido lo que para ciertas morales de época no debía decirse
a viva voz. Y el trabajo erótico de la canción consistía en sacar eso a la luz,
vaya como ejemplo: “por ese palpitar que tiene tu mirar, yo puedo presentir que
tú debes sufrir”.
El
cuerpo tan presente
Otros
avatares más actuales no salen de la corporalidad más manifiesta. Es el caso
del guatemalteco Arjona uno de cuyos recursos favoritos es trabajar con ciertas
zonas del cuerpo femenino generalmente dejadas de lado. Es así como le canta a
la menstruación, o a la grasa abdominal. Más allá de todo lo que se pueda
pensar sobre sus raras metáforas, lo concreto es que hace muchos años que el
éxito acompaña su fórmula.
De
algún modo su discurso erótico, donde el cuerpo ya no es un medio sino un fin
en sí mismo, se repite en letras de Shakira (“las caderas no mienten”) o en
esos gritos de guerra del reggaeton que son el “menéalo” y “el muévelo”, donde
ya no se trata de seducir a través de las letras sino a dar instrucciones para
ser seducido, instrucciones que suelen reducirse a movimientos de cierta zona
del cuerpo.
En una
entrevista reciente, a raíz de la reedición de El imperio de los sentimientos
(un estudio sobre las novelas románticas de principios del siglo XX), Beatriz
Sarlo planteaba en relación con el clásico modelo de ascenso social a través
del amor, que por años fue un tópico de las telenovelas: “Hoy las novelas
tienen un interés más fuerte por las clases altas”. Nora Mazziotti,
especialista en el género y autora de libros indispensables en torno a las
telenovelas, como Telenovela: industria y prácticas sociales , sostiene: “La
temática del amor ha perdido presencia reemplazada por un mayor énfasis en las
tramas policiales, en persecución, en problemas de familia. Los secretos ya no
son de filiación sino que se vinculan con empresas o funcionarios corruptos. La
historia de amor no se sostiene ya por sí misma, hay que condimentarla. Es
habitual que la pareja ya esté conformada por la mitad de la telenovela, la
concreción del amor ya no es el destino que se concreta en el último capítulo.
El lenguaje no es como el de Alberto Migré, se dice poco, porque estas parejas
en pugna con el mundo no tienen tiempo para hablar de amor.” La lista de libros
editados en torno del amor muestra que los franceses –autores casi exclusivos
de estos textos– son, en la división internacional del trabajo intelectual, los
encargados de teorizarlo todo. Mucho del texto de Allouch se dedica justamente
a considerar la posibilidad de una teoría del amor, tema alrededor del cual
rondó Lacan en muchos de sus seminarios. A esta francofonía, habría que agregar
un libro infaltable para indagar en la historia de la concepción de la pasión,
El amor y Occidente , de Denis de Rougemont, escrito poco antes del inicio de
la Segunda Guerra y que sin dudas merecería una reedición.
Pero en
el circuito anglosajón no faltan teorías sobre el amor, pero prefieren la Red
para hacerse conocer. La teoría triangular del amor es casi una forma
algebraica ideada en la primera década de este siglo por el psicólogo
estadounidense Robert Sternberg. Las diferentes etapas o tipos de amor pueden
ser explicados con diferentes combinaciones de tres elementos: intimidad, pasión
y compromiso. También se ha detectado la presencia de cierta sustancia en los
enamorados y algunas áreas cerebrales se vuelven más activas mientras dura el
amor. Si para el pensamiento francés atravesado por el psicoanálisis, el amor
es un estado a alcanzar si queremos una sociedad mejor, para el pensamiento
conductista se trata de un cambio en la actitud, al que no se adjudica ningún
valor, aunque se lo considere, al menos en términos sociales, como un
sentimiento positivo. Un sentimiento que puede ser analizado y cuantificado.
Esos
parecen ser los rumbos actuales de ese modo de sentir que ha sido definido mil
veces y que nadie puede terminar de definir. Rougemont planteaba en su estudio
una hipótesis fuerte: que en el siglo XII el amor cortés había fundado los
recursos de la poesía moderna y los discursos sobre la pasión amorosa. Un
repertorio que coloca a la mujer como objeto extático de esa pasión y a la que
se describe de una y mil maneras. Allí se habría fundado el repertorio de los
rasgos femeninos que distinguen a la amada y que el tiempo ha cristalizado:
labios de rubí, dientes de perla, pechos turgentes, una retórica del amor cuya
principal figura es la de la metáfora. Tal vez esa sea la constante del amor,
al que siempre se mira con los ojos de siempre para descubrirle atributos
nuevos. Cuando, citando a Pessoa, Badiou reitera en su texto que “el amor es
pensamiento”, está tratando de valerse de él para fundar una nueva ética, pero
que de algún modo reitera aquella vieja idea, que ya se encuentra en Platón, de
que el amor nos hace mejores.
En una
escena de Elogio del amor se ve a una pareja ya madura bajo la ducha. No hay
marcas de erotismo en el sentido convencional. Todo transcurre en silencio. De
pronto, ella posa suavemente su mano sobre la espalda del hombre, que parece no
notarlo. Tal vez en ese gesto (¿quién podrá saberlo? ) resida el amor, en esa
zozobra cálida, en el temblor de la mano en contacto con la piel que apenas se
adivina, en ese encuentro donde todo se detiene y eso que llamamos realidad
deja de fluir, aunque más no sea por un instante.