Por Alejandra Rey | LA NACION
La mujer que se enamoró de volar en soledad
En la estancia de Trenque Lauquen todos los veranos había milagros. Sucedía así: cuando el calor de los primeros días de diciembre apretaba duro desde el alba, los patrones llegaban desde Buenos Aires por esos caminos infernales, levantando polvo, con toda la familia a bordo, en autos raros, con ropas de vanguardia y baúles repletos de novedades citadinas.
Y María Angélica Medina, una de las hijas de los puesteros, se preparaba desde tempranito para ver lo que sacaban del equipaje, todas cosas increíbles para ella, que en 1935 tenía sólo nueve años.
Y fue justamente ese año cuando de los baúles repletos de juguetes salió el milagro anual: un avión, pequeño, simple, que los hijos de los dueños le prestaban para que jugara. Un avión de esos que ella veía pasar raramente por los campos de Trenque Lauquen. Un avión, la máquina más maravillosa que se había inventado y que ella iba a volar alguna vez. Porque eso fue lo que se juró María Angélica cuando vio el juguete, que algún día volaría en avión. Y tanto se lo propuso que es la primera y única mujer instructora de vuelos civiles que depende de la Fuerza Aérea, aun hoy, a los 84 años.
La mujer que hace 60 años vestía boina, campera gris, pantalones y botas, el traje de voladora, vive ahora en el barrio aeronáutico de Ituzaingó, provincia de Buenos Aires, se ayuda para caminar con un bastón, cuida a una hermana enferma y guarda todos sus trofeos y medallas en una habitación fría de la casa, casa que pudo construir merced a un crédito que le dio el gobierno del presidente Juan Perón, en 1955. "Es que yo quería ser alguien", se justifica frente a LA NACION. Y cuenta su historia.
María Angélica disfrutó de su buena estrella en la estancia de Trenque Lauquen, "machoneando con los porteñitos, los hijos de los dueños", hasta que su padre murió muy joven y dejó a su mujer y a sus cuatro hijos sin mucho para hacer. Y pobres. Muy pobres. Entonces ella aceptó, a los 12 años, la invitación de su madrina para venir a vivir a Buenos Aires, donde terminó el primario y se empleó como cadeta en la casa de alta costura Amancay, de Montevideo y Santa Fe.
Pero extrañaba, María Angélica. Extrañaba el campo, la inmensidad, el cielo único, las estrellas infinitas, su madre, sus hermanos, el olor. Nada era igual acá, porque vivía en Barrio Norte, que por entonces no tenía ni el glamour ni la alcurnia actual y más bien se trataba de un conjunto de conventillos que compartían "cabecitas", criollos y recién llegados del extranjero al país de los milagros.
Ahí se hizo adolescente y mujer María Angélica. En la fábrica aprendió a forrar cinturones, poner botones, coser y hasta a terminar un vestido de novia, todo para ahorrar el dinero necesario para volar. Claro que la niña tenía su costado frívolo: todas las tardes iba a la puerta de Radio Splendid a pedir autógrafos a los famosos y se convirtió en la presidenta de la seccional 17 del Club de la Amistad y conoció de cerquita a las hermanas Legrand.
Pero nada había tapado su vocación de aviadora, ni el trabajo, ni los hombres, ni las celebridades, porque su deseo estaba intacto y, como había ahorrado peso a peso desde los 12 a los 21 años, decidió buscarse un trabajo que le permitiera hacer el curso de piloto, ahora que era mayor de edad.
"Me empleé en la fábrica de cigarrillos Fontanares -dice- y trabajaba en la sección empaquetado, una semana de mañana y otra de tarde y así podía disponer de tiempo. Igual, le digo, yo me había hecho socia en 1947 del Aeroclub Argentino y cada vez que podía, me escapaba a ver aviones. Había otras chicas -sostiene-, pero iban a hacer sociales."
Ella no. Ella miraba, contemplaba, averiguaba todo hasta que se anotó para hacer el curso y pagó 11 pesos de entonces por la hora de vuelo: no se compraba nada, todo era para volar. Y se recibió, "aunque no me servía mucho, porque lo que tenía que hacer era juntar horas de vuelo para avanzar en la carrera -cuenta-. Incluso, los instructores se quedaban impresionados porque yo iba a volar aunque lloviera, granizara, hubiera viento... Me acuerdo que era la única mujer entre 16 hombres, muchos buenmozones".
Pero el amor a ella no le importaba: se pasaba las horas trabajando, volando y defendiéndose de esos señores que no apreciaban la presencia femenina en las pistas, que las preferían en la cocina, no en la breve cabina de un avión, con boina, pantalones y botas. Entonces un día le jugaron una broma y la dejaron encerrada en un galpón para que escarmentara y se fueron, pensando que la pequeñísima María Angélica se iba a amilanar y desertaría del deseo y de las alas.
Pero ella, terca como una mula, se dedicó más de una hora a sacar herramienta por herramienta, tuerca por tuerca, pinzas y martillos de su lugar para desparramarlos por todo el piso mientras gritaba y alborotaba el hangar hasta que un superior escuchó los extraños ruidos y abrió la puerta. Lo que vio lo pasmó: todo estaba tirado en el piso, "y lo peor fue que les desclasifiqué todas las piezas y ordenarlas de nuevo les llevó semanas. Nunca más me jorobaron", cuenta esta mujer pequeña, morocha, pura vida a sus 84 años, riéndose a carcajadas.
La meta de María Angélica era sacar la licencia de piloto comercial, para lo que tenía que seguir juntando horas de vuelo. Era el año 1948 y volar en ese Piper J3 de 65 caballos, o en el PA11 de un solo motor de 65 caballos, no era fácil y menos, barato. Entonces hacía carreras aéreas, vuelos de bautismo, visitas guiadas, trabajaba en Fontanares, todo por el dinero que necesitaba, y finalmente se anotó en el Instituto Nacional de Aviación Civil para sacar la licencia. "Por eso no podía tener novio, ¿a qué hora? Yo no soportaba que me interrumpieran", cuenta, y agrega: "En 1953 saqué la famosa licencia porque tenía las horas justas. Y las había juntado haciendo una gira por el país".
¿Una gira? ¿En solitario? ¿Qué perseguía esta mujer tan particular, que dejaba todo, familia, amigas, hombres, por volar? "La libertad, esta chica, la libertad. Volar es eso." María Angélica había recorrido 16 provincias y dos gobernaciones (así se llamaban en 1952 a dos provincias), aterrizó en 38 aeroclubes, tuvo dos emergencias y remontó el cielo sola y su alma subvencionada por Fontanares que, de todos modos, no puso publicidad en la máquina ni le dio dinero a ella, porque no lo permitió: ella tiene un orgullo de los mil demonios.
ATERRIZAR EN UNA CANCHA DE FÚTBOL
El trayecto más largo y pesado fue el de La Rioja a San Juan y terminó su viaje en 45 días contra todos los pronósticos. Y aterrizó con 70 horas de vuelo, que agregó a las 230 y 15 minutos que tenía y con las que había soñado durante los tres años previos que le costó planear y ahorrar para el viaje. "Había estudiado todas las cartas que tenía a mi alcance. Que a mí no me digan que los GPS y no se qué cosa; si sabés guiarte no necesitás nada, sólo las cartas. Mirá, m´hija, a mí me ayudó un mecánico que me prestó el avión, con la promesa de que yo le ayudara a vender la máquina a la vuelta. Y así fue."
En su valija, María Angélica sólo llevaba una rueda pequeña, bujías, un filtro para nafta y un sombrero "de hombre". Todo eso le sirvió el día que una plaga de langosta se le metió en el motor y debió aterrizar en una cancha de fútbol donde había jugadores, que salieron espantados. Pero la cancha se terminó y ella seguía a mucha velocidad por el pasto, sin poder frenar, y entró en el pueblo por la calle principal, eso sí; cree que era en el Chaco, y todos se tiraron al piso o escaparon corriendo.
Se ríe esta valerosa mujer de aquel recuerdo y cuenta que cuando volvió a Buenos Aires "era famosa, me hicieron notas" y, lo mejor de todo fue que entre sus compañeros de trabajo y la empresa Fontanares le regalaron un avión y pudo dejar de trabajar para dedicarse únicamente a enseñar y, para enseñar, pasaba publicidad por el aire, volanteaba en los campos. Llevaba a la gente a dar vueltas.
-¿Cómo es estar allá arriba?
-Uno se da cuenta de que es poca cosa, ve todo de otra manera. Allá arriba no hay envidia ni gente mala. Yo volé 52 años, hasta 2001, y sólo en el aire me sentía bien.
Porque María Angélica, toda una profesional, daba clases y, cuando le sobraba dinero, iba a las empresas que conocía, pedía alimentos y se los llevaba a los indios en Formosa, pero no le tiraba los paquetes desde el aire, como hacían todos: ella aterrizaba y se los daba en mano, "porque acá se pensaban que los indios no son cristianos, pero no es así. Ahora están peor que antes, porque les sacaron la tierra", razona.
Desde 1968 hasta 1973 María Angélica fue instructora en el aeroclub de General Madariaga, donde los hombres mandaban y al principio no la querían. Pero para ella nada de ese machismo era problema y tomó el toro por donde se debe: echó a los "vivitos" y puso un orden tal en esa institución que llegó a oídos de la Fuerza Aérea, que la nombró instructora de vuelo civil.
A partir de allí esta morocha descendiente de indios tehuelches, con menos pulgas que un gato recién bañado, comenzó a cobrar un sueldo de la Fuerza Aérea Argentina, se reportaba cada 15 días al Edificio Cóndor, fue trasladada a los aeroclubes de Vedia, Arrecifes, Azul, Las Flores como instructora y llegó a volar 30 aviones diferentes.
En uno de esos vuelos debió trasladar a Roberto De Vicenzo que, por mal tiempo, no llegaba a un torneo de golf. Y, como el avión era tan pequeño, el maestro debió elegir al detalle los palos que debía llevar a bordo. Ganó el campeón y le regaló a su joven piloto, María Angélica, una pelotita de golf que ella atesora y muestra con orgullo.
A los 72 años todavía volaba y debieron jubilarla como inspectora de vuelo en Rufino.
Desde entonces tiene los pies sobre la tierra. Camina con más dificultad, ya no es aquella pequeña morocha de imponente carácter que mantuvo a raya a todos los hombres que la malquerían por una cuestión de género. No, ya no es aquella mujer. Pero sigue siendo brava, una muñeca brava, que pasó por sobre la cabeza de todos y les dejó una enseñanza: el secreto de cómo alcanzar la libertad. Aunque sea por un ratito.
MARIA ANGELICA MEDINA PILOTO E INSTRUCTORA DE VUELO
· Quién es: es la primera mujer instructora civil de vuelo incorporada por la Fuerza Aérea Argentina. Hizo un viaje de 45 días por 18 provincias en solitario y tuvo dos aterrizajes de emergencia. Voló durante 50 años y presidió los aeroclubes de varias ciudades del interior. Se reportaba al Edificio Cóndor. Llevó a De Vicenzo a jugar un torneo de golf porque no llegaba a tiempo y el maestro debió elegir algunos palos, porque todos no entraban en el avión. Hoy, a los 84 años, vive en el barrio aeronáutico de Ituzaingó, con una hermana enferma a la que cuida. Nunca se casó, según ella, porque no tuvo tiempo para andar de novio.
http://www.lanacion.com.ar/1301308-la-mujer-que-se-enamoro-de-volar-en-soledad
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