viernes, 4 de noviembre de 2011

Que mi palabra no te lastime


"No irás por ahí lanzando habladurías sobre las personas". En esas pocas y certeras palabras se resume la Ley del Habla. Y esta Ley tiene una oración que la acompaña. Dice así: "Señor, otórgame el don de no decir nada innecesario". Hasta hace algún tiempo yo desconocía la existencia de este extraordinario mandamiento. Lo conocí mientras leía Operación Shylock, novela de uno de mis escritores favoritos, Philip Roth. Autor, entre otras, de El lamento de Portnoy, El Profesor de Deseo, Pastoral americana, El teatro de Sabath, Némesis, Elegía y La humillación, Roth me apasiona y conmueve cada vez. Pocos pueden cavar como él, con tanta compasión, lucidez y coraje en la profundidad del alma humana. Uno de sus personajes, en Operación Shylock, menciona a la Ley del Habla y a su creador, Chafetz Chaim.
El verdadero nombre de Chafetz Chaim era Meir Hacohen Kagan. Nació en Zethel, Polonia, en 1838, vivió 95 años y fue un humilde rabino que llevaba las cuentas en el pequeño almacén de su mujer. Su nombre creció, fue respetado y tuvo innumerables discípulos. Todos sus escritos, toda su tarea y toda su misión se centraron en una consigna que repitió hasta su muerte. "Cuida tu lengua del Diablo, cierra tus labios para que no escupan chismes, que tus palabras no sean armas". Renunció a los grandes púlpitos y anduvo siempre entre la gente común.
Cuando se escuchan tantos y tan fáciles chismes e insultos en la televisión, en la calle, en cualquier conversación, cuando se leen tantos agravios anónimos en las redes sociales, en comentarios de lectores de sitios y portales y en twitter, se me ocurre que urge desempolvar la Ley del Habla. Simple y profunda ley moral que nos permitiría volver a honrar un maravilloso instrumento que los humanos hemos creado para ir en busca del otro, construir puentes en donde encontrarnos y celebrarnos, y para trascender. Ese instrumento es la palabra. Nació para sustituir al aullido y a la piedra. Nació para enunciar emociones y sentimientos, para ofrecer y para pedir. Nació para que, al nombrarnos, nos diéramos existencia los unos a los otros. Nadie más habla, sólo nosotros. Nadie más le dio reglas y normas a su lenguaje. Nadie creó mundos (la realidad entera) con vocablos. Con la palabra se nos otorgó un don que no puede dilapidarse ni tratarse con descuido.
"Señor, otórgame el don de no decir nada innecesario". ¿No es una hermosa oración para empezar el día? Y si no la queremos como oración, basta con mentarla como propósito. Cumplir con la Ley del Habla puede limpiar nuestros oídos, nuestras bocas, nuestros corazones, nuestra alma. Puede hacer más liviana la atmósfera de nuestros vínculos y más confiable cada encuentro con el otro. Quizá sólo sea cuestión de probar cómo nos sentimos al final de un día en el que la hemos respetado.Por Sergio Sinay  | Para LA NACION




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